jueves, 2 de mayo de 2013

Esta es una de esas entradas sin importancia, pero al menos a mí me va a ser de utilidad. Les cuento.

¿Alguna ves has pensado en hacerte sacerdote, cura, fraile, monje, clérigo, religioso... etc, etc.?

Yo sí.

Supongo que no soy el único, que en sus años de adolescencia trae la cabeza como cabra y casi, como inherente a esta etapa busca en los adultos un modelo al cuál seguir. Y yo, como no, agarré el mío.
A un cura.

Desde que tengo uso de razón he sido católico, y desde ese entonces siempre he ido a Misa. Más o menos por estos años lo hacía por convicción. Estaba por acabar la preparatoria y la carrera técnica, dicho sea de paso los números que aparecen en las boletas de calificación nunca me jugaron una mala jugada, lo cuál no significa ni de lejos que fuera un buen estudiante. Siempre fui inquieto, y eso aunque parezca broma, siempre me ayudó. Yo era superman. ¿Qué tal díficil podía ser estudiar para cura?

Entonces no me inscribí a la universidad y empecé el trámite par a ingresar al seminario. Un lejano  28 de Agosto me encerré en el convento.

Yo iba dispuesto, fui disciplinado en cuanto a los horarios, sólo una vez confieso que me quedé dormido, con las actividades, con mi formación espiritual…

De hecho cuando acabé el primer año y recibí de mi recto el informe para la admisión al noviciado, sólo le faltó ponerme una estrellita  en la frete, fue bastante generoso y si se puede, hasta exagerado. Pero había un pero, decía que en ocasiones “abusaba de mi rol como encargado del centro de cómputo”. Y eso es un inicio.
Éramos 30 sujetos encerrados, conviviendo y con la encomienda de formar una comunidad fraterna. No todos, al menos, teníamos el mismo compromiso.
Lo del centro de cómputo es un ejemplo, porque lo mismo podía suceder en la cocina, los juegos deportivos, las actividades de promoción –alías “la revista”- o con el aseo del convento. Dicen que cuando un fruta está podrida pronto todas harán lo mismo. Bueno la cosa es que todos teníamos un grado de podredumbre. Eso atraía a las moscas.

De repente uno le gritaba a otro, y éste formaba su grupo de autodefensa. De risa. Pero pronto, uno tras otro de éstos abandonaron el seminario. Ya éramos menos, eso tenía que ser positivo.

Yo me agarré a mis amigos. Era una amistad sana, pues no éramos exclusivos, sólo una afinidad necesaria y siempre presente en cualquier grupo. En cambio, a dos nos los soportaba. Si bien nunca les grité (en ese entonces) si los trataba con la misma antipatía que ellos a  mí. Entre sarcasmo, burla y payasada infantil me los traía. Eso sí, siempre en su cara. Por la espalda nunca ha sido mi estilo.

Había un fraile  bastante quisquilloso, simplemente no me tragaba, y yo en mi época de alta espiritualidad  le eché ganas para ganármelo. Fue imposible. Así que le devolvía el veneno. Qué por  cierto éste es sacerdote.

Y así sobreviví al postulantado. Con un sello de abejita en mi informe me fui al convento del noviciado. Otro año, ésta vez en preparación para los profesar los votos.
Ingresamos nueve –mis dos manzanas atoradas incluidas- y con ese ánimo renovado de alcanzar más certeza en la fe, en la madurez e intelectualidad nos pusimos el austero hábito franciscano.
La comunidad era en suma agradable. Ese año para mí fue una época fantástica. Tuve maestros –en toda palabra- que me ayudaron a conocerme, a dar ese salto de chivo loco a un joven centrado, cuerdo no sé, pero sí más auténtico.

Fui y soy crítico, convencido de que el cambio debe verse primero en quien lo exige. Y éramos frailes había que ser más files a la regla, más radicales. Claro eso me ganó un poco más antipatía.
Lo de mis dos archienemigos siempre fue lo mismo, a excepción de uno al qué toleré más, y el otro empezaba a estorbar más de la cuenta. Entonces se terminó la amabilidad.

Por esos días me leí a Thomas D' Ansembourg , y me echó una manita que a propósito fue a recomendación de mi formador. Los encaré directamente y les marqué un alto. Y no sólo a ellos, en determinadas ocasiones con alguno más también. Creo que me excedí. Pero espera ¿no había dicho que ya había crecido?, ¿eso no equivalía ha decir que ya había cambiado?

Fue mi segunda época de crisis. Es que yo no era así, no quería ser así. Fue por ahí cuando necesitaba volver a que era posible vivir en fraternidad. Y precisamente la fraternidad que había visto a diario se había escondido, pero y si nunca hubiera estado ahí…

Me desilusioné de mi maestro, de mí … ¿Dios podía existir en este mundo? Fue también mi segunda crisis de fe. Ya no podía –entiéndase incapacidad- creer en Dios.

Llegaron actividades y eso me distrajo de este razonamiento. Sólo a uno parecía interesarle platicar acerca de estos temas. Tal parecía que hablar de Dios estaba pasado de moda entre nosotros. El cine, los paseos, los libros o el apostolado eran los tópicos favoritos de la mesa y los pasillos. Mis formadores casi nunca tenían tiempo. Y cuando lo tuvieron fue para hacerles saber mi decisión.  

Fueron como cuatro meses en el limbo, pensé en varias ocasiones pensé en dejar el hábito, pero tenía la esperanza de que esto iba a pasar solo, y que yo recuperaría la intensidad que perdí. Seguía siendo disciplinado, aunque el orden no es una virtud mía. En las actividades con los frailes era casi impecable. Tengo un gen japonés y como ellos creo que el tiempo ajeno es honorable, sagrado. Más eso no es ni de cerca lo más importante en la vida espiritual de un religioso. De  hecho ahí encontré otra contradicción ¿no había sólo una vida?, ¿Por qué hablaba de una vida espiritual, no era ésta un reflejo de la vida terrenal?

Segunda parte

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