Esta es una de esas entradas sin importancia, pero al menos a mí me va a ser de utilidad. Les cuento.
¿Alguna ves has pensado en hacerte sacerdote, cura, fraile, monje, clérigo, religioso... etc, etc.?
Yo sí.
Supongo que no soy el único, que en sus años de adolescencia trae la cabeza como cabra y casi, como inherente a esta etapa busca en los adultos un modelo al cuál seguir. Y yo, como no, agarré el mío.
A un cura.
A un cura.
Desde que tengo uso de razón he sido católico, y desde ese entonces siempre he ido a Misa. Más o menos por estos años lo hacía por convicción. Estaba por acabar la preparatoria y la carrera técnica, dicho sea de paso los números que aparecen en las boletas de calificación nunca me jugaron una mala jugada, lo cuál no significa ni de lejos que fuera un buen estudiante. Siempre fui inquieto, y eso aunque parezca broma, siempre me ayudó. Yo era superman. ¿Qué tal díficil podía ser estudiar para cura?
Entonces no me inscribí a la universidad y
empecé el trámite par a ingresar al
seminario. Un lejano 28 de Agosto me
encerré en el convento.
Yo iba dispuesto, fui disciplinado en cuanto a
los horarios, sólo una vez confieso que me quedé dormido, con las actividades,
con mi formación espiritual…
De hecho cuando acabé el primer año y recibí
de mi recto el informe para la admisión al noviciado, sólo le faltó ponerme una
estrellita en la frete, fue bastante
generoso y si se puede, hasta exagerado. Pero había un pero, decía que en
ocasiones “abusaba de mi rol como encargado del centro de cómputo”. Y eso es un
inicio.
Éramos 30 sujetos encerrados, conviviendo y
con la encomienda de formar una comunidad fraterna. No todos, al menos,
teníamos el mismo compromiso.
Lo del centro de cómputo es un ejemplo, porque
lo mismo podía suceder en la cocina, los juegos deportivos, las actividades de
promoción –alías “la revista”- o con el aseo del convento. Dicen que cuando un
fruta está podrida pronto todas harán lo mismo. Bueno la cosa es que todos
teníamos un grado de podredumbre. Eso
atraía a las moscas.
De repente uno le gritaba a otro, y éste
formaba su grupo de autodefensa. De
risa. Pero pronto, uno tras otro de éstos abandonaron el seminario. Ya éramos
menos, eso tenía que ser positivo.
Yo me agarré a mis amigos. Era una amistad
sana, pues no éramos exclusivos, sólo una afinidad necesaria y siempre presente
en cualquier grupo. En cambio, a dos nos los soportaba. Si bien nunca les grité
(en ese entonces) si los trataba con la misma antipatía que ellos a mí. Entre sarcasmo, burla y payasada infantil
me los traía. Eso sí, siempre en su cara. Por la espalda nunca ha sido mi
estilo.
Había un fraile bastante quisquilloso, simplemente no me tragaba, y yo en mi época de alta espiritualidad le eché ganas para ganármelo. Fue imposible.
Así que le devolvía el veneno. Qué por
cierto éste es sacerdote.
Y así sobreviví al postulantado. Con un sello de abejita en mi informe me fui al
convento del noviciado. Otro año, ésta vez en preparación para los profesar los
votos.
Ingresamos nueve –mis dos manzanas atoradas
incluidas- y con ese ánimo renovado de alcanzar más certeza en la fe, en la
madurez e intelectualidad nos pusimos el austero hábito franciscano.
La comunidad era en suma agradable. Ese año
para mí fue una época fantástica. Tuve maestros –en toda palabra- que me
ayudaron a conocerme, a dar ese salto de chivo loco a un joven centrado, cuerdo
no sé, pero sí más auténtico.
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Lo de mis dos archienemigos siempre fue lo
mismo, a excepción de uno al qué toleré más, y el otro empezaba a estorbar más de la cuenta. Entonces se
terminó la amabilidad.
Por esos días me leí a Thomas D' Ansembourg , y me echó una manita que a propósito fue a
recomendación de mi formador. Los encaré directamente y les marqué un alto. Y no
sólo a ellos, en determinadas ocasiones con alguno más también. Creo que me
excedí. Pero espera ¿no había dicho que ya había crecido?, ¿eso no equivalía ha
decir que ya había cambiado?
Fue mi segunda época de crisis. Es que yo no era así, no quería ser así. Fue por ahí cuando
necesitaba volver a que era posible vivir en fraternidad. Y precisamente la
fraternidad que había visto a diario se había escondido, pero y si nunca
hubiera estado ahí…
Me desilusioné de mi maestro, de mí … ¿Dios
podía existir en este mundo? Fue
también mi segunda crisis de fe. Ya no podía –entiéndase incapacidad- creer en
Dios.
Llegaron actividades y eso me distrajo de este
razonamiento. Sólo a uno parecía interesarle platicar acerca de estos temas.
Tal parecía que hablar de Dios estaba pasado de moda entre nosotros. El cine,
los paseos, los libros o el apostolado eran los tópicos favoritos de la mesa y
los pasillos. Mis formadores casi nunca tenían
tiempo. Y cuando lo tuvieron fue para hacerles saber mi decisión.
Fueron como cuatro meses en el limbo, pensé en
varias ocasiones pensé en dejar el hábito, pero tenía la esperanza de que esto
iba a pasar solo, y que yo recuperaría la intensidad que perdí. Seguía siendo
disciplinado, aunque el orden no es una virtud mía. En las actividades con los
frailes era casi impecable. Tengo un gen japonés y como ellos creo que el
tiempo ajeno es honorable, sagrado. Más eso no es ni de cerca lo más importante
en la vida espiritual de un religioso. De
hecho ahí encontré otra contradicción ¿no había sólo una vida?, ¿Por qué
hablaba de una vida espiritual, no era ésta un reflejo de la vida terrenal?
Segunda parte
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